Tommy Gilbert Jr. era, aparentemente, un tipo afortunado. De 30 años, guapo, elegante, educado en los mejores colegios y graduado en Princeton, su vida transcurría entre su apartamento en el excitante barrio de Chelsea (Manhattan), la casa de 11 millones de dólares de sus padres en los exclusivos Hamptons de Nueva York, el elitista y centenario Maidston Country Club con playa privada del enclave vacacional y los salones de la alta sociedad neoyorquina acompañado de hermosas mujeres. Hasta el lunes. Ese día fue detenido acusado de matar de un tiro en la cabeza a su padre, Thomas Gilbert Sr., de 70 años, financiero de Wall Street y fundador del fondo de inversionesWainscott Capital Partners.
En apenas unas horas, la prensa local, la seria y la sensacionalista, comenzó a demoler la hermosa carcasa que sostenía al seductor Gilbert Jr., dejando a la luz, según el torrente de informaciones publicadas a partir de fuentes policiales, un hombre desgraciado, sin trabajo, endeudado, con problemas mentales, perseguido por la Justicia por acosar a un amigo a causa de una novia común y, presuntamente, por haber prendido fuego a la mansión de la familia de aquel en Long Island. Hay quien cuenta que el joven tenía incluso prohibido el acceso al Maidston Club por una pelea. Gilbert vivía de la asignación de su padre, al que odiaba íntimamente por no haber reconocido nunca en él al deseado heredero.